Barcelona.

Barcelona es, por definirlo de manera lo más sintética posible, una ciudad ecléctica. Llena de matices. Un lugar de mezcla, de intercambio, de sorprendente singularidad. Pocos sitios tienen ese encanto, y mucho menos pocas metrópolis, sin embargo Barcelona lo posee hasta derramarlo por cada piedra de cada casa retorcida por la imaginación de su creador. Emparedada entre el mar y la montaña, es un caso llamativo de lugar construido por el esfuerzo de sus prohombres. Y, como siempre, de la desconocida gente pequeña. Barcelona está especialmente construida por iniciativa privada, un lugar donde la administración no ha dicho mucho hasta hace bien poco. Es posible que no sea ya la punta de lanza del vanguardismo. Puede que el modernismo, allí preponderante, se haya quedado en otro inolvidable movimiento antiguo. Quizá su hora haya pasado, pero no ha llegado su declive. Barcelona late entre las calles magníficamente trazadas del Ensanche planificado por Cerdá, respira profundamente en cada uno de sus frondosos parques, otea aún el horizonte azulado y neblinoso de su mar y tiene todo que ofrecer al turista.

Desgraciadamente Barcelona es una ciudad de moda. Asaltada por autobuses y autobuses de visitantes guiados como un rebaño en esa desagradable forma de turismo que convierte los lugares en fugaces recuerdos y lejanas postales. Ver muchos sitios muy rápido no permite ni conocerlos ni recordarlos. Es posible que me acuséis de facha o reaccionario pero si fuera legislador empezaría a poner ciertos límites a los viajes turísticos. Una iglesia repleta hasta los topes de gente puede arruinar totalmente su belleza y su sentido. Incluso si la iglesia se llama La Sagrada Familia. Hacer una foto a un detalle de la ornamentación de un muro pierde algo de atractivo cuando te percatas de que en la esquina inferior izquierda de la foto aparece la calva prodigiosa de un turista importuno. Y por supuesto comer se convierte en toda una odisea cuando hasta el más infecto Burger King está plagado hasta los topes de hambrientos excursionistas. Sabremos que la crisis ha podido con el capitalismo cuando en ciudades como Toledo, Sevilla, Granada o Barcelona no se encuentren autobuses de turistas arrasándolo todo a su paso.

Pero el orgullo y el éxito de Barcelona alimenta también su lado más oscuro y desagradable. Al menos para un visitante de la España no nacionalista. Mi postura es clara: respeto su lengua y sus costumbres. Admiro que quieran conservarlas con tanto tesón. Me gusta la extensa policultura que atesora nuestro país. Pero me produce profundo malestar y enorme tristeza que usen sus diferencias como arma contra el resto, -como también que el resto use sus diferencias como arma contra ellos. No concibo que un movimiento contra el sistema pueda tener representación dentro del sistema que pretende romper. Aunque sea una morcilla, creo que viene muy a colación las palabras dirigidas por Patxi López en respuesta a una intervención de Eriguibar en el debate de investidura del nuevo Lendakari. No se ha impedido ni se ha quitado el voto a nadie, todos han podido votar, pero no puede haber nostalgia de que los que matan –o los que amparaban a los que matan- no tengan representación en un parlamento.

Sospecho que mi anécdota os parecerá una tontería, -a mí me lo parece-, pero es una tontería significativa. En el jardín botánico intentamos informarnos de los diferentes tipos de entrada preguntando a una señorita que atendía a los visitantes desde dentro de una cabina. No hubiéramos tenido que preguntar si la información se hubiera detallado en otro sitio en castellano, pero sólo estaba en catalán. A pesar de que todas nuestras preguntas estaban hechas en castellano y de que nuestro acento distaba mucho de ser catalán, valenciano o mallorquín, la señorita nos respondió una y otra vez en catalán. Sólo cuando pregunté: "¿Cuánto cuestan dos ticket sencillos?" Ella respondió: "Siete". Y esto lo dijo en román paladino porque sé que siete no se pronuncia siete en catalán. A lo cual le dije: "No le entiendo. ¿Podría repetírmelo en catalán?". Era una cuestión primero de educación, y luego de sentido común. Por supuesto el resto de personas con las que tratamos fueron siempre escrupulosamente correctas con el aspecto lingüístico. Sé que idiotas hay en todas partes y son de todos los géneros.

Pese a los turistas-langostas y a este incidente aislado, disfruté mucho de Barcelona. Pero me vine con cierta tristeza. Siempre he creído que existen cuestiones mucho más importantes y peligrosas por las que pelear que una lengua Por eso me apena que en esta España nuestra tengamos que andar enfrentados por gilipolleces.