INFANTES


Aquella mañana tuve la impresión siniestra del que se sabe en un mal día. Había amanecido nublado y, de cuando en cuando, grandes humaredas, como salidas de alguna extraña maquinaria fumosa, cubrían el campo dejándolo envuelto en una intensa niebla. Mis compañeros, no obstante, eran optimistas. Especialmente Wilfredo. El positivismo de Wilfredo sacaba de sus casillas a cualquiera. Incluso en las batallas más desastrosas, aquéllas en las que, desde hacía mucho, los pocos que quedábamos con vida sabíamos que era imposible ganarlas, él se empeñaba en animarnos con exclamaciones como: <<¡Ánimo muchachos, aún podemos vencer!>> o <<¡Todo por el Rey, demostrémosles de qué estamos hechos!>>. Ese tipo de manifestaciones de motivación pueden llegar a ser bastante deprimentes y molestas si estás viendo la facilidad con que el enemigo os está masacrando uno a uno.

Recuerdo que aquella mañana, cuando hablé con él, me dijo:

-Vaya día espléndido que hace hoy, ¿no crees?

Yo le respondí con un gruñido. No es que no supiera hablar con educación, pero a Wilfredo había que dejarle las cosas claras desde el principio si no querías que te ahogara con su optimismo. Además, nosotros éramos guerreros y, hasta donde llegaba nuestro conocimiento militar, los soldados debían estar siempre gruñendo, escupiendo y poniendo cara de perro. Pero no uno de ésos perros con caras angelicales de no haber roto un hueso en su vida, no, me refiero a un perro con cara de perro de verdad. Debíamos crearnos una imagen de fiereza y enseñarla en todo momento. No obstante, era difícil ser fieros con nuestro aspecto. Aunque éramos la infantería de nuestro ejército, no era nada raro que nos confundieran con eso precisamente, con la guardería. Los de la caballería hacían chanzas y burlas a nuestra costa, sin embargo, las realizaban demasiado a menudo como para resultar graciosos. Pasaban a nuestro lado y se decían: <<¡Cuidado! No les empujes que ya sabes que si pierden el equilibrio a éstos no hay quién los levante>>. Y era cierto. Caernos nos fastidia bastante puesto que somos absolutamente incapaces de volver a la posición vertical sin ayuda. Por si fuera poco, para nosotros no había distinción entre decúbito prono o supino. Ambas formas de estar tumbados en el suelo eran enojosamente indiferentes. Reconozco que la Naturaleza no había sido muy benevolente. Supongo que cuando nos creó estaba distraída pensando en otras cosas. Como en qué traje iba a ponerse la próxima primavera o con qué nuevo sistema catastrófico podría controlar las poblaciones. No digo que fuéramos gusarapos, pero andábamos cerca. De hecho, vernos avanzar en formación, pequeñitos, cabezones y a torpes saltos, producía de todo menos miedo en las filas enemigas.

De cualquier manera, Wilfredo, con su optimismo y alegría de vivir, nunca estuvo interesado en crearse una imagen pavorosa. Le solías ver a menudo por el campo de batalla, en los momentos más encarnizados y sangrientos, parándose a observar apestosas flores y cosas así.

No sé por qué, pero aquella mañana estaba especialmente intranquilo. Éramos todos tipos curtidos en mil batallas, como suele decirse, pero cada vez estaba más cansado de luchar. Sobre todo porque nunca ganábamos. Nuestros estrategas eran absolutamente desastrosos. Siempre se empeñaban en hacernos avanzar con formación lanceolada, dejando al grueso de nuestro ejército detrás, protegido por una especie de escudo compuesto por nuestros cuerpos. Claro que aquello no duraba demasiado. El enemigo, que prefería usar la caballería en el inicio, siempre lograba hacernos huir en desbandada. El final era inevitablemente el mismo. Que yo recuerde, sólo una vez he logrado sobrevivir hasta el desenlace de una batalla. Y total, fue para ver cómo le cortaban la cabeza a nuestro Rey. El problema, a mi juicio, era que los estrategas no se daban cuenta de la importancia de la infantería. Cuando mataban a algunos de nosotros, ellos, los estrategas, decían: <<¡Qué importa! Tenemos más!>> Y así, entre “tenemos más” y “aún nos quedan”, llegábamos ineluctablemente al momento en que no quedábamos más que algún superviviente de nuestro cuerpo, asustado y escondido en cualquier rincón. Yo me había fijado en que el enemigo trataba mucho mejor a su infantería y creo sinceramente que por ese motivo ganaban siempre.

Aquella mañana, definitivamente, no tenía buen aspecto. Se la veía pálida y con ojeras. Algo dentro de mí me decía que no se avecinaba nada bueno. Con ese lastre en el alma, me dirigí a hablar con Conrado.

Conrado era otro guerrero de infantería. Casi podría decirse que era el guerrero de infantería más pesado que había existido jamás. Andaba todo el día pensativo, dándole vueltas a su enorme cabeza, reflexionando sobre temas que, personalmente, me importaban un pimiento. En una ocasión, por ejemplificar el caso, recuerdo que me preguntó:

-¿Sabes de qué estamos hechos?

-Sí, de átomos y cosas así.

Nequáquam!

¿Cua qué?

-Nequáquam. Es una expresión latina que significa “de ninguna manera”. –Conrado siempre andaba entre expresiones extrañas y no desaprovechaba ninguna ocasión para restregártelas.

-Vale, ¿de qué estamos hechos? –le pregunté de no muy buena manera.

-De nada.

¿Qué?

-Nada.

-¿Cómo?

-¡Que de nada! –gritó.

-Pues gracias.

-¡Qué no! ¡Que estamos hechos de nada! –Y entonces me explicó pacientemente, adquiriendo ese aire de pedante sabelotodo tan característico en él, su teoría-: Veras, es cierto que estamos constituidos por átomos, pero esos átomos están formados a su vez por electrones, neutrones y protones. Y, luego, cada una de esas partículas se constituye a partir de otras más pequeñas, quartz o algo así creo que se llaman. Y supongo que otros elementos aún más pequeños formaran los quartz, y otros menores todavía los elementos de los quartz y así hasta que tengas una partícula tan minúscula que no sea nada. Al fin y al cabo, estamos hechos de nada. No me extrañaría lo más mínimo que de ahí provenga ese dicho…

-¿Qué dicho?

-No somos nada.

Y entonces tuve que darle un empujón y dejarle allí tirado. En decúbito prono y supino al mismo tiempo.

Conrado, en realidad, cuando no te agobiaba con disquisiciones metafísicas, era un buen muchacho. Siempre era el primero en enterarse de las malas noticias. Bueno, en realidad era el segundo. El primero era Armando, un pelota enchufado de la Reina. Siempre se jactaba de que una vez mató al Rey enemigo. Yo no le creo porque tan sólo una vez hemos logrado matar al Rey enemigo y, según cuentan los caballeros más viejos, fue a causa de un accidente producido en una de nuestras murallas. Es posible que Armando estuviera por allí, pero seguro que lo único que hizo fue esconderse detrás de las murallas. A Armando no le aguantábamos nadie, y aunque siempre estaba enterado de todo, nunca hablábamos con él si antes no nos dirigía la palabra.

Por el camino encontré a Eustaquio. Estaba, como siempre, resignado a su suerte. Le lancé un:

-¿Qué pasa, Eustaquio?

Y él me respondió con un:

-Pues ya ves, aquí.

Eustaquio era un buen tipo. Todo le daba lo mismo y nunca se cabreaba por nada. Generalmente era a él al primero que mataban y supongo que algo tenía que haberle influido.

Conrado confirmó mis peores temores, según sus informadores, el enemigo estaba tomando posiciones al otro lado del campo de batalla, y no pensaba que tardaran demasiado en convocarnos a filas.

Las noticias de la inminente batalla me dejaron totalmente hundido. No me apetecía nada luchar aquella mañana. Total, ¿para qué? De pequeñitos nos habían enseñado a odiar al enemigo, a que el enemigo quería quitárnoslo todo y cosas así. Pero cuando crecí un poco y fui pequeño a secas, dejé de creérmelo. En una batalla me quedé bastante tiempo guardando mi posición frente a un enemigo de infantería que hacía lo propio con la suya. Como duró mucho y no teníamos nada más que hacer para matar el rato, y hasta que nos ordenaron matarnos entre nosotros, nos entregamos a una amable plática para conocernos mejor. Me aseguró que a él le habían dicho lo mismo de nosotros. Y, la verdad, yo no tenía ningún interés en quitarles lo que quiera que tuvieran los de infantería del otro bando. Ellos eran de piel más blanca y a veces pensaba que, si no fuera tan estúpido, el motivo por el que peleábamos era la diferencia en la tonalidad epitelial. De cualquier manera, nadie, ni los más viejos, recordaban quién empezó esta absurda guerra. Unos sostenían, principalmente entre los de piel blanca, que fueron los de tez oscura quienes la iniciaron; mas otros, generalmente de color negro, mantenían que los causantes de todo fueron nuestros vecinos de tez pálida. Fuera quien fuese, no parecía que nadie se plantease terminarla.

Reflexionaba malhumorado sobre los orígenes de nuestra civilización cuando apareció Teodorico llamándonos a filas. Gritaba:

-¡Vamos, chicos! ¡A filas! ¡A filas!

Y entonces me sentí profundamente fastidiado. Como cuando alguien te interrumpe la siesta por cualquier nimiedad. Tuve que acordarme de toda mi formación militar para sostener mi cara de perro y mi mirada acerada como… no sé, como el acero y no empezar a chillar como un histérico.

Teodorico era lo más parecido a un capitán. Siempre valeroso y tratando de emular las hazañas de su abuelo, que, según dicen, fue un gran soldado de infantería, allá en los viejos tiempos, cuando los estrategas sabían lo que se hacían y nuestro ejército se erguía vencedor en casi todas las batallas. Yo, en el fondo, sentía lástima por él porque se había auto impuesto el listón, como suele decirse, excesivamente alto. En realidad, las hazañas de un soldado valiente no valen nada si el ejército que le acompaña está repleto de mezquinos.

De repente, como suceden siempre estas cosas, se escuchó un gritó lanzado de nadie sabe muy bien dónde y cierta agitación se produjo entre el resto de soldados. Los gritos se repitieron y, de entre todos, surgió Ruperto, con su cara de espanto y saltando de un lado a otro:

-¡Otra vez las torres no! ¡Otra vez, no!

A Ruperto, que era miedoso de por sí, siempre le tocaba defender el flanco que habitualmente era arrasado por las torres enemigas. Era normal verle con los dientes castañeándoles y la base sustentadora temblorosa a la espera del inminente final, que solía ser por aplastamiento.

-¡Valor, Ruperto! –le ánimo Teodorico- ¡Valor! El Rey te necesita, acudamos a su llamada.

Y fue entonces cuando se escuchó la risa sardónica de Berenguer.

-¡Ja, ja! –río, como he dicho, sardónicamente-. ¿Así que el Rey nos necesita? ¿Y para qué, Teodorico? –continuó de una forma que nunca sabré si tenía más de irónica o de satírica-. ¿Para luchar contra los mismos enemigos de siempre, a los que nunca vencemos?

-Para luchar por tu patria. Por todo lo que te es más querido. Para defender…

-Para defender un campo de batalla bicolor y monótono que es tanto suyo como nuestro –le interrumpió Berenguer y, a mi juicio, tenía bastante de razón en lo que decía. Al menos en lo que al campo de batalla se refiere. Era bastante singular y hasta metafórico, o quizá alegórico. Puede que tan sólo fuera un tropo, pero es difícil de decir para alguien con mi escaso conocimiento literario. El caso es que era blanco y negro, como nosotros mismos y como nuestra misma vida. No había espacio para grises. No sabíamos que había diferentes intensidades lumínicas. Y no hablemos de otros colores. Para nosotros, la longitud de onda absorbida por los diferentes elementos de nuestro entorno era algo singularmente sencillo, o la absorbían toda, o no la absorbían en absoluto. Allí, en temas de longitudes de ondas, no se andaban con chiquitas. Entonces no conocíamos el rojo, el verde o el azul. Es curioso lo que puede llegar a hacer el no ver ciertas cosas… Además, para acabar de completar la metáfora, alegoría o lo que sea, debo señalar que nuestro campo de batalla era totalmente cuadrado. Como las cabezas de nuestros estrategas, empeñados en perder siempre a la infantería.

De cualquier manera, estas discusiones prebélicas eran bastante normales. A ninguno, quitando a Teodorico que trataba de emular a su abuelo, ni a Armando, que era un pelota enchufado de la Reina y generalmente estaba bien protegido, ni, quizá, a Eustaquio que ya estaba resignado a su suerte, nos gustaba mucho ir a la guerra. Todos pensábamos que Wilfredo, que era bastante afeminado y no le gustaba nada esas cosas de hombres, estaría mucho mejor en una clase de Historia del Arte. Conrado, aunque no lo decía, no estaba nada dotado para batallar. Podía ser un gran pensador, pero a la hora de dar muertes se tornaba un auténtico desastre. De Ruperto, qué voy a decir, nunca fue muy valiente y ser un cobarde no es seguramente lo mejor que puedes ser si tienes que formar parte de la infantería de un ejército.

No había nada qué hacer. Quisiera Berenguer o no, teníamos que acudir a la llamada. En poco tiempo nuestro ejército estuvo dispuesto, y cada uno de nosotros colocados en su escaque correspondiente. Teodorico ocupaba una de las casillas del centro, frente al Rey y Armando ocupaba la otra, frente a la Reina. Conrado, yo y Berenguer, por este orden, ocupábamos los escaques del lado diestro, y Eustaquio, Wilfredo y Ruperto se encargaban del otro ala, la siniestra. A lo lejos se distinguía las refulgentes corazas blancas de nuestros odiados rivales. Se había hecho el silencio, una tensa calma se apoderó de todos. Las respiraciones estaban contenidas, las armas dispuestas, los corazones latiendo al máximo y tan sólo se escuchaba un incesante murmullo proveniente del ala izquierda:

-No quiero morir, no quiero morir…

Era Ruperto.

Y entonces, como siempre ocurría, ellos comenzaron a avanzar posiciones. El Rey ordenó a Teodorico que iniciara el despliegue. Ellos decidieron empezar con un clásico gambito de la Reina, mientras nuestros estrategas, incapaces de percatarse de algo tan simple y aplicar una contraofensiva sustentada en la tradicional defensa de Cambridge-Springs, volvieron a desplegarnos formando la acostumbrada estructura en lanza.

Todos lo vimos venir, incluso Wilfredo que habitualmente ignoraba bastante cualquier aspecto relacionado con la estrategia militar, pero claro, los estrategas nunca escuchan a los de infantería. Como no pudo ser de otra manera, nuestra Reina cayó en poco tiempo. La suya en cambio no hacía más que comerse a unos y a otros. En un momento en que la batalla se desarrollaba de forma más intensa en el otro ala, Berenguer me comentó:

-Nos ganarán, sí, pero su Rey tiene que dejar abundantes marcas en los quicios de las puertas.

-Puede ser –le respondí-, pero el nuestro, si nos quiere tanto como dice, no debe ganar para pañuelos, dada la cantidad de súbditos que pierde en cada batalla.

El primero que cayó de nosotros fue Eustaquio. Al pobre lo ensartó un soldado enemigo sin que tuviera tiempo siquiera de usar su escudo. Recuerdo que su último gesto fue parecido al mismo que pondría un señor después de que, tras diez ventanillas visitadas, en la número undécima le comunicasen, con cierta desgana y fastidio, como comunican siempre las noticias los funcionarios, que allí no es donde debe entregar el papel y que tiene que volver a saludar a sus amigos de la primera ventanilla.

A Armando, que se había quedado un poco perdido sin la Reina, un caballo lo sacó de su casilla. Luego cayó Berenguer, y después Wilfredo que hasta el último instante siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: animar.

En un momento dado, el Rey ordenó a Teodorico que me ordenará a su vez avanzar contra una torre en un claro acto de abuso de poder. Aquel movimiento supondría, sin duda, mi muerte segura. Vamos, un claro infanticidio. Yo, desde luego, me negué.

-¡Tiene que avanzar, soldado! –me gritó Teodorico desde su escaque.

Cuacuam! –le respondí.

-¿Cómo dice?

Yo me quedé algo confuso. Algo me decía que la expresión latina que quería utilizar no estaba tan estrechamente relacionada con los sonidos emitidos por las anseriformes. Le dije que esperara un segundo y grité hacia el otro lado del campo de batalla:

-¡¡Conrado!!

-¡¿Qué?! –respondió él de una manera un tanto seca. Reconozco que en aquellos momentos estaba en plena lucha contra dos rivales a la vez, pero la educación no debemos perderla incluso manteniendo nuestra mejor expresión perruna.

-¿Cómo era aquella expresión latina que me comentaste una vez, que significaba “de ninguna manera”? –le pregunté entre chillidos.

-¡¡Nequáquam!! –me recordó él un par de segundos antes de que le cortaran la bola que tenía por cabeza.

-¡Eso es! –exclamé triunfante, y, luego, dirigiéndome a Teodorico, le dije-: ¡Nequáquam!

Pero éste, que se había desplazado hasta la casilla ulterior a la mía, e ignorando mi sabiduría en temas latinos, me empujó de muy malos modos hacia el escaque anterior al de la torre.

Siempre era igual, al final de todas las batallas te quedabas con la sensación de ser un don nadie, un peón controlado por otra mente ante la que no puedes sublevarte, ni hacer nada más que lo que te ordena. Aunque sean auténticas patochadas o acciones suicidas que no conducen a ningún sitio.

Mi actuación ante la torre no fue especialmente memorable, lo reconozco. Y, por una vez, supe lo que sentía Ruperto cada vez que era aplastado. Así era lógico que hubiera ido cogiendo miedo el pobre. No es nada agradable ser despanzurrado por una mole de piedra, pero, pensándolo despacio, tan poco estuvo tan mal, así pude olvidarme de todo por un tiempo. Hasta la siguiente batalla por lo menos. Porque, aunque nadie recordaba quién comenzó esta guerra, todos sabíamos que nunca terminaría.

1 comentario:

Rictus Morte dijo...

Aprovechando el tiempo de internet de la bibnlio, he conseguido llegar hasta Conrado, a ver si en otro rato lo termino. Por ahora me gusta