Luna de Miel.

La sangre se espesa, pierde fluidez. Esto provoca que su circulación a través de venas y arterias se dificulte. No se detiene; detenerse sería más como un trombo: mucho más rápido y repentino. Sigue tirando, pero no alegremente, sino cansada, como uno de esos pordioseros alcohólicos que se arrastran lentamente por un callejón mal iluminado. Te cuesta pensar con claridad; tu capacidad de atención disminuye. Tu vida no tiene porqué cambiar, pero ahora te cansa estar más de una hora seguida tomando una cerveza con los amigos de siempre. A veces se te agota la energía. No como antes. Ahora es más drástico, mucho más urgente y, desde luego, más evidente. Te recuerda que estás enfermo, que eres un enfermo. Y es ese recuerdo, persistente, lo que corroe tu moral. La gente vive, no se preocupa de problemas no cotidianos. No, al menos, habitualmente. Buscar trabajo, que tu pareja te ponga los cuernos, que no llegues a recoger a tus hijos. Son los dramas diarios. La gente no se preocupa por meditar demasiado en el fin. Para qué. Los humanos somos tipos prácticos, tendemos a no pensar en temas que no son urgentes o que no podemos cambiar. Lo mejor que podemos hacer es asumirlos, aceptar que están ahí, y desear que nos llegue cuanto más tarde mejor. Con un movimiento de cabeza, volvemos a dedicar nuestros pensamientos a los temas vitales. Qué vas a hacer este fin de semana, qué nuevo móvil vas a comprarte, qué solución puedes aportar al problema del departamento de ventas.

¿Me estás escuchando?

Pero no, la verdad es que no le estoy escuchando. Para qué. Me siento fatigado. El humo me ciega y el sonido, tan elevado, me marea. Quiero irme de allí. Y ya no recuerdo la última vez que estuve en un garito, tomando copas, y me lo pasé bien. La gente que me rodea no lo saben, pero están muriendo. Todos, en este mismo instante. Es sólo que yo soy consciente de una forma mucho más permanente.

Hoy he olvidado tomar la pastilla. Ahora vivo enganchado a ellas, pronto tendré que vivir enganchado a una jeringa. Siempre me consuelo pensando que es mejor que estarlo a una bombona de oxígeno o a una silla de ruedas. Pero así estoy. Siempre que salgo, meto una cápsula en un botecito de plástico, de los que guardan las tiras. Hoy lo he olvidado. Me estoy ahogando y quiero salir al aire libre. Fuera hace mucho frío, pero últimamente me gusta el frío. Contrae mis músculos y refresca mis pulmones. Disfruto proporcionándome grandes bocanadas de aire gélido; rellenando mis alvéolos, y exhalándolo recalentado. Tengo el botecito en el bolsillo. Lo toco con la mano, jugueteo con él. Un bote vacío, eso es todo. Cada vez que lo abro no puedo evitar pensar en los viejos que van a balnearios con pastillero. Supongo que la vida va moldeando tus preferencias. Un joven de treinta años no debe estar demasiado preocupado; sin imprevistos, puede asumir que aún le queda tiempo. Un viejo de ochenta debería estar bastante alarmado: cada nuevo día que pasa entre nosotros puede ser considerado como un extra. Es como estar en la prórroga, o como una canción adicional en un concierto. Lo irónico es que ellos se toman las cosas con mucha más calma que nosotros. Y lo lamentable es que nosotros haremos lo mismo a su edad.

Vamos a otro sitio.

No es una pregunta, es una orden. No espero a que me den la conformidad. Agarro el abrigo y enfilo el camino a la puerta, mientras aparto a la gente, o me deslizo entre ellos. Ahora es fácil. Desde que esto empezó he perdido casi veinte kilos. Antes, quizá, estaba algo pasado de peso, pero ahora estoy, quizá, demasiado esquelético. Nunca me han gustado las personas esqueléticas. Me provocan repulsión. Antes me preocupaba por mi imagen. Trataba siempre de adelgazar, o, al menos, de no engordar más. Durante algunos meses tomaba batidos de chocolate de dieta a la hora de la cena. Me ayudaban a mantenerme al menos, pero no lograba adelgazar. Ahora no logro engordar. La diferencia es que actualmente mi imagen me es irrelevante.

Bajamos por Alfileritos.

¿Qué te ocurre?

Sé que no es la primera vez que me lo ha preguntado. Aunque es la primera vez que le oigo. Temo decírselo. Porque temo lo que me dirá. Los viejos tópicos ya no me ayudan. Y supongo que eso lo incomodará y hará que la próxima vez se lo piense antes de quedar conmigo. No me pasa nada, pero creo que estoy algo cansado. Si no te importa prefiero irme a casa. Es una excusa estándar. Ahora puedo usarla cada vez que no quiero hacer algo. Antes no hubiera servido de nada. El cansancio es de débiles. O de enfermos. A los primeros no se les perdona, a los segundo se les disculpa. La debilidad se rechaza, la enfermedad se compadece. A veces es fácil confundir ambas. A veces un tipo débil es un tipo enfermo sin saberlo. De todas formas, él comenta que quiere quedarse, que aún es temprano. Nos despedimos. Con su edad y aún sigue saliendo para ver si le cae algo. La escasa fluidez de la sangre en circulación también dificulta tus erecciones. Gracias a Dios, hoy en día han inventado medicamentos que pueden ayudarte en esto. Otra pastilla. Una píldora para un momento de placer. Por ser de la novena potencia económica del mundo, no debo preocuparme: el acceso a ellas lo tengo garantizado. Cuando las necesite. Pero, ¿realmente son inocuas? Te aseguran que sí, pero en los prospectos te suelen indicar una ristra de efectos secundarios, algunos realmente desagradables. Algo que te produce mareos, vómitos, jaquecas o epistaxis, ¿es realmente inocuo? No lo es. Pero estamos resolviendo un problema, estamos consiguiendo que tu vida, ahora, sea una vida lo más parecida a la de la gente normal. Después de todo, tu vida no tiene porqué cambiar. Si en el futuro los efectos son muy perniciosos, es algo que no nos preocupa. Pero, ¿y si tengo hijos malformados? Como con el DES. Dietiletilbestrol. Un estrógeno usado en embarazadas para disminuir el riesgo de aborto. Al cabo de los años se demostró que causaba graves perjuicios en las hijas de esas mujeres. Lo malo es que se lo causó en la pubertad. Mala suerte. ¿Y qué pasa si mezclas dos pastillas? ¿Y si tengo esto porque durante toda mi vida me he atiborrado de medicamentos?

A veces, si no te cuidas, te amputan una pierda, o las dos. Los pies son muy importantes. Debes extremar su vigilancia. Será porque se hallan en la zona más periférica. Allí los problemas de circulación se notan antes. He salido del casco. Podría subir a un taxi, pero me apetece andar. Aunque el zapato del pie izquierdo me roza en el dedo chico haciendo que me den punzadas de dolor con cada paso. Debo recordar observarlo. A lo mejor tendría que ir a un podólogo. A lo mejor me tengo que amputar el dedo meñique. Entonces no sé si podría correr. Supongo que sí. Un dedo no es mucho.

Todo empieza por los anticuerpos. Los anticuerpos son, de forma habitual, buenos chicos. Y, en cualquier caso, están programados, carecen de capacidad de elección. Hacen lo que hacen porque se han diseñado para hacerlo. Generalmente se producen para que se unan a proteínas bacterianas o víricas, fastidiándoles la juerga. Las células productoras poseen lo que se llama memoria humoral o inmunológica. Se producen por líneas celulares, cada una de ellas destinadas a fabricar un tipo concreto de anticuerpo. Esta memoria es variable. Por algún motivo que desconozco, puede durar meses, años o toda la vida. No hay ninguna razón para que este sistema de defensa funcione erróneamente. Uno podría pensar que lo peor que puede pasarte es que se dejen de producir anticuerpos. Es lo que le pasa a los inmunodeprimidos. Y sin embargo, todo en la vida puede estropearse por defecto o por exceso. En este caso, es un exceso de celo. Los anticuerpos, o algunos de ellos, deciden tomarla contra estructuras orgánicas propias. Es como si un batallón de soldados comenzara a disparar a sus propios zapadores sin ningún motivo aparente. Tus propios chicos están trabajando en tu contra. Produces lo que te mata. ¿Y cómo puedes luchar contra esto? En cierta medida, es como un cáncer, pero de tipo humoral.

Ha empezado a llover. Es una lluvia fina, casi tímida. Que se hace más incómoda con el viento. A la altura del parque de las Tres Culturas, me detengo en una marquesina y me siento un rato en el banco. Mi abrigo no me protege bien del agua. Poco a poco se ha ido infiltrando, hasta mojarme la camisa. Ahora empiezo a tiritar. No sé si porque realmente tengo frío, o porque con las grasas perdidas se ha ido buena parte del aguante. En el canalillo hecho entre el asfalto y la acera, se ha formado un reguero. El agua es reconducida hasta un sumidero. No ha llovido lo suficiente para taponarlo y el agua desaparece por su oscura boca, que traga con glotona voracidad. Nosotros también perdemos muchos líquidos. Glucosuria. Las nefronas renales necesitan más agua para poder filtrar el exceso de glucosa. Lo que hace que orines más, y, claro, también te notas sediento con mayor frecuencia. A la larga puedes fastidiarte los riñones. A la larga, sí. Las diálisis no son precisamente tratamientos agradables.

Un coche baja a gran velocidad. A mitad de la avenida frena bruscamente, justo antes de llegar al paso de peatones elevado. El suelo está pintado en azul y surcado de gruesos trazos blancos rectangulares. Además, varios metros antes, una señal indica el resalto. Ignoro si el conductor va borracho o es simplemente estúpido, pero su coche salta, y luego golpea con los bajos el asfalto elevado, produciendo un chirriante sonido. No me alegro, como otras veces podría haber hecho. El coche pasa zumbando, rompiendo obscenamente los acompasados sonidos nocturnos. La calma oscura, rota antes sólo por el murmullo del agua, regresa con cada segundo. El incómodo ruido de su motor es el último signo de su existencia que llega a mis oídos.

Ahora llueve mucho más fuerte. No queda mucho para llegar, pero algo me retiene en la marquesina. Aunque el agua no cae directamente sobre mí, la humedad que arrastra el viento es suficiente para empaparme. Y ahora el frío es mucho más intenso. Quizá porque la inactividad hace que mi caldera interior baje unos pocos grados su temperatura. El tiempo es algo singular. Mejor dicho, es la impresión de él lo que resulta extraño y cambiante. Unas veces avanza con angustiosa rapidez, empujándonos, como a saltos, como si fueramos de un punto temporal al siguiente, localizado dos o tres horas después, sin apenas percatarnos de lo que ha sucedido en medio. Como si no hubiéramos vivido realmente ese tiempo. Otras veces ocurre al contrario y parece detenerse en seco. Todo el mundo se para. Los segundos transcurren perezosamente, casi como si les costara pasar. Los minutos se alargan sin que ocurra nada importante en su franja. Las horas se transforman casi en conceptos inmarcesibles. Es en este último caso cuando somos más conscientes de nuestra existencia. Nos atemorizan esos momentos. Como cuando te despiertas en mitad de la noche, absurdamente despejado, y eres incapaz de volver a dormir.

En aquel momento, en la marquesina, el tiempo parece ir deteniéndose. A lo lejos se escucha otro coche. También viene a toda velocidad. Observo la avenida pero está absolutamente vacía. Entonces lo veo. Dos luces amarillentas acercándose a toda velocidad. Con la rapidez que avanza no creo que le dé tiempo a frenar a tiempo para acometer el resalto. ¿Por qué la gente no será más consciente del riesgo? Si me preguntaras ahora mismo, diría que Dios me ha dejado una huella indeleble de mi mortalidad. Quiero decir que, aunque es posible que dure muchos años, ya nada será como antes. Ahora sé físicamente que voy a morir, que estoy muriendo. Y aunque más o menos puedo llevar una vida normal, o entendida como normal, sé que lo mejor de ella ha pasado ya.

Supongo que el momento de dejar de preocuparme ha llegado. El automóvil es conducido por una chica. Al golpear en el resalto, varios metros antes de la marquesina, pierde el control. Las ruedas se tuercen bruscamente y ella no tiene fuerzas para mantener firme el volante. Puedo ver que es una chica joven y guapa. Puedo ver el miedo en sus ojos rojos por el humo de los bares, o quizá por el cansancio que provoca llevar lentillas. Puedo ver cómo, con un estrépito, el coche se voltea sobre un costado, para luego salir despedido en mi dirección. Observo la rueda anterior izquierda, girando a gran velocidad en el aire. Mientras rueda en el aire, el vehículo arranca brutalmente la marquesina donde estoy sentado.

Lupiáñez.

No hay comentarios: